Los prefijos, ese maravilloso (¿?) mundo del quiero y no
puedo o del quiero y no me dejan. Ese inconformismo constante en forma de
letras. Esa barrera tan bien escrita entre lo bueno y lo peor, que no tiene por
qué ser necesariamente malo. Es terriblemente exagerada la diferencia entre tentar e intentar,
entre velar y desvelar, entre desidia y... espera, eso no lleva prefijo, es una
sensación tan chunga que ni siquiera necesita esas dos o tres letritas capaces
de convertir cualquier palabra medianamente bonita u optimista en la mayor de
las miserias lingüísticas, en lo que a su relación con la compleja psicología humana se refiere, que a veces es tan puta, con perdón, que hasta puede ser
inversa... Sí, seguimos hablando de los prefijos, esos de cuyo peligro no nos
advirtieron los profesores de Lengua y literatura cuando los explicaron,
ocultando lo dañinos que pueden llegar a ser para el bienestar y el equilibrio
emocional, que no para la felicidad, porque a muchos esas dos cosas no les
hacen falta para ser felices. Cada uno es feliz como le sale de las narices. Pero
lo bonito de los prefijos (que también existe), es cuando están ahí y pasan desapercibidos, como en el caso de la palabra desmelenarse. ¡Jo, qué alivio cuando te encuentras uno de esos! Puedes disfrutar en cuerpo y alma, y nunca
mejor dicho, de las connotaciones y consecuencias de dicha palabra, porque esas tres letras son tan inofensivas como tú recién levantado
después de 12 horas durmiendo.
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